Comentario
No se debe olvidar otro capítulo ya desaparecido: el que constituyó el arte efímero. Estamos en una época de fiestas y celebraciones. Sólo nos quedan las referencias literarias o documentales de las grandes procesiones, con carrozas complicadas, llenas de figuras vivas, esculpidas o pintadas, cargadas de alegorías, profanas y sagradas. Las fiestas montadas para las entradas reales, las grandes coronaciones, también las justas y los torneos para agasajar a un huésped ilustre. Ningún artista importante dejó de colaborar en algún momento de su vida en este tipo de espectáculo. Probablemente, en algunas obras más perdurables queden algunos ecos más o menos fáciles de percibir de una parte de la cultura visual que tanto se prodigó en el final de la Edad Media.Junto a este arte efímero hay que recordar que la escala de valores que prima en la cultura europea desde el siglo XVI o algo después no es el mismo de entonces. No sólo se valoran extremadamente estas formas visuales del espectáculo, sino que se aprecian sobremanera técnicas cuyo papel ha quedado oscurecido más adelante. Es el caso, por ejemplo, del tapiz. Al margen del coste que exigen estas piezas, lo que impide a muchos hacerse con ellos, está el precio en que se les tuvo en tanto que eran capaces de ayudar a algo tan práctico como mantener el calor en una habitación o compartimentar un ámbito demasiado grande para satisfacer necesidades que lo requerían. Además, los muros cubiertos con ellos transfiguraban la cámara en la que se encontraban. Su carácter móvil, al contrario que las pinturas murales, facilitaba los cambios de decoración. Y todo aumentaba en lujo y sensación de riqueza y bienestar. Existían desde mucho antes, pero es en la segunda mitad del siglo XVI cuando se multiplican los centros de producción, primero, y luego cuando crecen en volumen de obra algunos de los más importantes. Se exige la existencia de materias primas de alta calidad. En Flandes se recurre a las lanas castellanas. Luego debe existir un maestro importante de taller que dirija una obra con operarios de muy sólido oficio. Pero, ante todo, se requiere a alguien que proporcione el cartón que se ha de trasponer al tapiz. Detrás de esto está, comúnmente, el pintor.En el Norte de Francia, primero, y progresivamente en diversos lugares de Flandes se desarrollaron los grandes talleres que abastecen a toda Europa. En 1500 seguía una producción que, por venir del Norte, apenas se había hecho eco de los cambios operados en Italia. Si Arras o Tournai habían sido los más importantes centros, Bruselas les arrebatará ese puesto a fines del siglo XV y prolongará su dominio más allá del cambio de centuria, dejando desde entonces marcados los tapices con signos de identidad que aseguren un origen bien prestigiado. Estamos ante una enorme producción, con piezas de gran tamaño, bien concebidas independientemente, bien (es lo más frecuente) constituyendo series temáticas de complejos programas.Será de importancia capital el descubrimiento de la imprenta y su complemento, la estampa grabada en madera. De momento incidirá muy poco en la producción de libros de lujo, que tienen un tipo de clientela ajena a la que será de momento normal en la obra producida con la nueva técnica. Progresivamente, el perfeccionamiento del grabado tentará a artistas más importantes que dignificarán el procedimiento. La Edad Media aún vio el camino siguiente que iba a tener tanta importancia en el sistema de trabajo de los talleres de pintores y escultores: algunos grabadores lanzan colecciones de estampas con un ciclo temático común, como puede ser la Pasión de Jesús. Sus obras son adquiridas por diversos artistas que las guardan en el taller y las utilizan como modelo siempre que lo necesitan, sustituyendo con ello los viejos álbumes de modelos dibujados. El proceso continuará durante los siglos siguientes.